He de admitir ese vicio, revelador, incisivo. Lascivo e
incluso nocivo.
Me gusta mirar en los ojos de los monstruos que caminan a mi
alrededor. Ver sus colores y la ausencia de ellos. Mirar su conflicto con todo
lo que significa paz y bondad y su rechazo y envidia a todo lo que es libre y bueno.
El día a día arroja toda clase de estos monstruos, unos más
cerca que otros pero todos teñidos por el mismo velo de la avaricia, la envidia,
el rencor y el resentimiento.
Algunos ángeles rondan también. Son muy pocos. Aunque también
existen. También me gusta ver sus colores y como reflejan y emiten luz. Me quedo
admirada de sus destellos y me entristece cuando llegan a mancharse con un poco
de la tinta grisácea de los primeros o cuando sus brillantes colores se ven
apagados por el gris de sus luchas internas.
Invadir esas almas como espía encubierto es delicioso,
además de hacer el cruce por este pantano, mucho más ameno. Se convierten en
dulces para mi alma, un faro dentro de mi propia lucha y una grata sorpresa en
el oscuro caminar.
El etnógrafo debe ser discreto ya que cuando, ángeles o demonios,
se saben observados su comportamiento deja de ser natural y el dulce sabe a splenda
y en ese sentido, debo exponer que amo el mascabado.
Lleva tiempo desarrollar una técnica donde disfrazado, el
etnógrafo de los ojos y las almas pueda sentarse en un cómodo lugar y observar.
Y rellenar sus ojos y alma del dulce candor angelical, y después equilibrar con
la salada morbosidad de las mutaciones demoniacas de quien no pretende luchar
en la vida.
Una vez que se perfecciona, la gente sencilla es un libro
abierto y los complicados son un misterio digno de resolver.
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