30 abr 2014

Etnografía prohibida

Miró su cabello, su piel, sus manos, sus dedos. Su piel. Blanca, no, ligeramente apiñonada. Un dorado ocre a un nivel tan ligero que brilla solo.
Es joven. ¿Qué hace vestida así? Es bibliotecaria, se respondió.
Cabello lacio, negro, corto. Lentes. Aretes pequeños. Sin más accesorios, sin cadenas, ni anillos. Una pulsera muy brillante rompe con toda la sencillez de su aspecto.
Blusa blanca con un escote salvaguardado por una segunda tela que cubre el espacio que dejaría ver el inicio de sus pechos.
Cubre sus brazos con un chal de un verde tan aburrido que ya ni las señoras de más de 70 años emplean en su vestimenta.
Pantalón oscuro y botas de piel tan discretas que se pierden.
Habla de una forma tan correcta, pensó. Es tan dedicada, seria. Comenzó a dudar… ¿Cómo se vería su cara con su cuerpo en mis manos? ¿Cuál sería su expresión?, ¿cambiaría de ser tan correcta mientras le provoco un orgasmo? ¿A qué olería su piel, sudada, escurriendo entre mis brazos?
Los movimientos de su boca mientras habla, sus gestos, son tan gerontales que contrastan con la juventud de su rostro, igual que su ropa, y sus colores.
Idalia se revolvía desde su silla de la biblioteca mientras la miraba, las consultas obligatorias de cada martes en la tarde se hacían más difíciles de concretar. Pedía sus libros y se sentaba. Aunque los abría e intentaba revisarlos, aquellos gestos y movimientos llamaban a sus ojos.
Después de varias semanas lo decidió.
La llevaré a la cama.
Esas dudas la retenían mirándola y la volvían loca. ¿Cómo se escucharían sus gemidos? ¿Cómo se moverán sus caderas en mis manos? ¿Cómo se sentirán sus pechos entre mis dedos? ¿Qué sabor tendrán sus pezones? ¿A fresa como las mujeres de Sabina? ¿Mis dientes romperán la pie de su cuello mientras lo muerdo?
Quería saber cómo sería sentir sus fluidos escurrir, escucharla gemir, quejarse. Romperle los labios a mordidas, jalar su cabello mientras la penetra y verla revolcarse en un orgasmo violento, rojo, mojado y exhausto. Mirarla tendida en su cama, agotada, sin fuerzas para moverse y poder escudriñar la totalidad de su cuerpo. Descubrir todos sus lunares. Observar en qué sentido crece el vello de su pubis y lamer el punto exacto en el que termina su espalda. Delinear con sus manos la curva de sus caderas y con sus dedos la entrada de su vagina. Mojar con su lengua el clítoris y sentir como se mueve su cuerpo en respuesta. Mirar el contraste de su cabello, siempre perfectamente acomodado, esta vez estallado en la cama y revelar el misterio de sus ojos después de la violencia y el orgasmo.
Idalia se levantó de su asiento. Caminó para acercarse. Al instante ella salió del mostrador, se dirigió a la puerta de entrada. Un hombre alto, fornido, ojos claros y piel perfecta esperó su llegada, la tomó de la cintura, caminaron abrazados unos metros mientras Idalia los miraba alejarse. Después de unos pasos ambos se hundieron en un beso, sencillo, dulce.

Idalia guardó sus libros y tramitó la tarjeta de la biblioteca para el préstamo a domicilio.

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