12 mar 2014

El ausente hecho de la realidad inexistente



La experiencia en esos labios y en esas manos es 
de doble filo un arma peligrosa.

El cabello largo, lentes oscuros y largas piernas enfundadas en esos jeans negros al más puro estilo rocker que aún conserva después de haber pasado los 20 hace mucho.

Me mira, me pone a prueba. Me susurra al oído halagos que alguien con un par de neuronas entendería. Contesto la flor. Agradezco. Nos miramos.

Lo miro, no sé si paso su prueba.

Cual tentación continúa mirándome y me ofrece mis deseos. Los toma y los envuelve en este espectro de niebla enrarecida por su complejo de persecución y la constante reafirmación de que él sabe lo que hace aunque yo no.

Se acercan. Saluda. Me presenta.

La constante reafirmación de que él sabe lo que hace aunque yo no.

Platica, hace llamadas. Nada es fortuito. Su presencia tiene un propósito aunque yo no sepa cuál. El café que bebo también.

La constante, peligrosa, incierta reafirmación de que él sabe lo que hace aunque yo no.

Me noto distraída. Me toma de la cara. Me mira a los ojos. Se preocupa.

Siempre tiene una respuesta a todo. Lo hago notar. Lo considera una maldición. Yo lo agradezco. Él también. Nos miramos. Sonrío. No pude más.

Encuentro el fondo de la taza. Él ya pagó. Tomo mis cosas. Caminamos. Me doy cuenta de lo alto que es. De la fuerza que despide con su cabello abajo del hombro y lentes de sol. Se mueve entre el centro saturado de gente ordinaria de forma tan natural que resalta de inmediato.



Me da un beso en la mejilla. Me toma de la barbilla. Me cierra el ojo. Me doy la vuelta. Tomo mis audífonos y me sumo en la versión de Across the Universe de Happiness is a warm gun para relajar mi dolor de cabeza y el nerviosismo que aún me recorre. 3 años después, sigo sin saber si he pasado su prueba.